Ana Zivkovic
5º de sutileza y la belleza de la vida
El 5 de agosto de 2016 comencé a hacer mi segundo curso de timonel.
La primera vez que lo hice fue en un club del bajo de Acasusso con un instructor que es la impecabilidad en persona, un ser humano que tiene una calidez y picardía que hacen que todo al lado de él sea agradable.
Al inscribirme le expliqué con absoluta sinceridad mis motivos para hacer el curso.
Había decidido invertir el dinero que estaba destinando mensualmente a terapia en el curso de timonel.
Fue lo mejor que se me ocurrió para dejar de romperme la cabeza buscando comprender los vientos que me jugaban en contra para pasar a disfrutar el viento, y punto.
No se si mi instructor en ese momento me entendió muy bien, pero definitivamente creo que a medida que pasaban las clases se daba cuenta que en materia del curso mi estándar de calidad para conmigo no era muy alto.
Me pasaba mucho tiempo recostada en la proa, mirando el horizonte en silencio.
Mi capacidad de fijar la teoría era prácticamente nula.
Y transité los 4 o 5 meses que duró el curso boyando en las aguas de la incertidumbre.
El instructor del segundo cursos es lo opuesto al primero. Es intenso y te hace hacer todo, sabiendo hasta dónde puede tensar la cuerda.
La primer clase, después de prender el motor del velero (un H19), me puso a timonearlo dándome la consigna de sacarlo, marcha atrás. Esa fue la primera de varias veces que me llevó a hacer algo que yo no sabía que sí lo sabía hacer.
Este instructor habla poco, cosa que valoro mucho y te saca el conocimiento de tu propio cuerpo.
Te lleva a sentir con el cuerpo.
Desde la primera clase me di cuenta que él percibe mi capacidad náutica más que yo misma.
Hubo un sábado que gracias al gran faltazo simultáneo que hicieron mis compañeros tuve la inmensa suerte de tener barco e instructor en exclusividad
Fue una salida perfecta.
Saliendo de la amarra cayeron unas gotas de lluvia. Miré al cielo agradecida sintiéndome bautizada por la vida.
El silencio era serenamente envolvedor y contenedor.
Salimos de la bahía a la amplitud de las marrones aguas con un cielo plomizo y un sol que jugaba a esconderse largo detrás de las nubes y a aparecer fugazmente convirtiendo el plomo del cielo en plata y el marrón del agua en brillos que lo inundaban todo.
Eramos la única embarcación flotando.
¡Todo para mí! El H19, el instructor, el río, el cielo, el silencio.
Me estaba empachando sin asco de tanta vida.
Y en ese estado de gloria, el instructor cada tanto me daba consignas para desarrollar en mi mejores capacidades náuticas.
El viento también jugaba a las escondidas y más que viento era una brisa, a veces un suspiro.
Toda la navegación se trató de encontrar la sutileza, sostenerme yo y velero, ahí.
Había un destino al que llegar y eso obligaba a veces a hacer intensas y rápidas maniobras perdiendo momentáneamente y con intención la sutileza y perfección del momentum navegativo.
Cada maniobra me dejaba algo nuevo y nuevamente en el punto de necesidad de ajustar todo para volver a conquistar ese estado de equilibrio absoluto donde embarcación, velas y viento se fundían en una misma esencia.
Estando en ese estado de absoluta integración, sintiendo que hasta el agua que nos rodeaba abrazaba el barco y nos sostenía, el cielo decidió mostrar su generosidad.
Apartó las nubes y el sol dejó caer un rayo de luz sobre nosotros pintando todo de un plata plomizo cálido y frío.
Se disolvieron el tiempo y el espacio y la dualidad toda.
Sentí tanto que los lagrimales abrieron compuertas de seguridad para dejar salir el agua que brotaba de un corazón encendido por tanta vida, tanta paz, tanto amor, tanta simpleza, tanta belleza, tanta presencia.
Comprendí que hay 5 grados de inclinación en los que podemos movernos sin perdernos. 5 grados en los que las condiciones se combinan de manera tal que todo está en armonía. 5 grados y un rumbo, así en el barco como en la vida.